Asalto al Starbucks de la calle San Vicente



Lo teníamos claro. Aquel antro para listos, niñas bien y guiris despistados tenía que ser exterminado. Además entre sus paredes acristaladas no dejaban fumar. Razones suficientes para hacer justicia sin poética.

Bajamos de la furgoneta y, vestidos de negro como los valientes y a cara descubierta -por supuesto queríamos que nos reconocieran luego por el telediario- entramos en aquella cuadra para pijos. Cada uno del comando llevaba un cigarillo encendido entre los labios y armas como para acojonar a la familia Manson.

La gente, al vernos entrar, dejó de sorber sus cafés de seis euros y nos miró con un brillo de pánico en los ojos. Dejamos salir a un par de niños que pululaban por allí -matar a un infante, además de un acto miserable, no sirve de nada- y cerramos la puerta por dentro.

Primero separamos a todas las pijas con collar de perlas, colgantes de Tous y mechas. Las pusimos en fila sobre el suelo. Alguna lloraba y nos pedía clemencia; incluso nos ofrecía dinero mientras se le corría el rímel por las lágrimas. Pero no, aquello no lo hacíamos por la pasta. Lo hacíamos por el bien de todos los demás. Incluso por el tuyo.

Y feliz, mientras el olor a pólvora tomaba el aire y veía correr la sangre por las moquetas, percibí como la revolución acababa de comenzar. Luego vendrían las sucursales de bancaja y, finalmente, el ayuntamiento.
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