Facebook en la Segunda Guerra Mundial

Pincha sobre la imagen para contemplarlo en su esplendor.

Antes trabajé en una funeraria



Yo iba en la parte de atrás del taxi. El tipo que iba a volante comenzó a hablar.

-Estoy encantado con este coche.

Silencio.

-Huele a nuevo-dije.
-Sí, lo tengo hace menos de una semana. Va muy bien, pero NINGUNO como el Dodge. Yo hace años, trabajé en una funeraria y llevaba un Dodge Dart, como el que tenía Carrero Blanco…

El tipo hizo una pausa dramática.

-Ese coche era un tanque. Imagínate que un día atropellé a uno tío y no se hizo ni un rasguño.
-¿El tío o el coche?
-No, no, el coche. El tío se me tiró encima, saltó de la acera. Del golpe salió por el capó y cayó de cabeza. Se aplastó el cráneo como un tomate maduro. Así: plaf.

Yo le miraba por el espejo retrovisor.

-Imagínate el numerito. El coche era para los funerales, yo iba a recoger a un fallecido y como iba de vacío, metí al atropellado en el coche y lo llevé al hospital. Pero ya no respiraba. Y me puso todo perdido de sangre.



-Serán…Seis euros con treinta. Y no me des un billete de 20 que no tengo cambio.

Lápiz, papel y tijera

VIDEOGIOCO by Donato Sansone from Enrico Ascoli - Sound Design on Vimeo.

El incidente de los espaguetis


Somos súper machotes. En serio.

Yo iba a sexto de EGB y uno de mis compañeros de pupitre trajo a clase el último disco que se había mercado. En la portada, cuatro tías maquilladas como puertas. Pero no, no eran mujeres. Eran los Motley Crüe, el grupo heavy de laca, colorete y rimel. Pese a aquel glam mal entendido, ellos eran unos auténticos machotes, unos cubre hembras de pro que durante los ochenta tuvieron sexo con más chicas que yo y mis colegas tendremos a lo largo de toda nuestra vida. Y no me vengas de listo, lector: mucho más que tú y tus amiguetes también.

Era 1985 y el grupo estaba en lo más alto. Y las groupies, esas generosas benefactoras del espíritu primigenio del rock, no les faltaban. Durante una de sus giras y cansados de yacer con varias tías al día los miembros de Motley Crüe decidieron apostarse algo: ver quién aguantaba más sin ducharse y, por supuesto, seguir manteniendo sexo con cuántas más, mejor.

Los días pasaron y la gira continuaba. Más de dos días sin ducharse puede llevar a algún olor desagradable, pero dos semanas seguro que tiran para atrás a cualquier hombre civilizado o a cualquier ninfómana. Así, catorce días tras el inicio de la apuesta, una de las groupies se encerraba con el batería de la banda en su camerino. La chica acababa de cenar espaguetis. Él sonrió mientras ella se arrodillaba y comenzaba a bajarle la cremallera. A la chica le vino una arcada y el resto de la historia la hizo famosa Gun’s and Roses en un disco más bien regular:

Excuse me? Lo siento pero no



Copio y pego la invitación que me ha llegado del antro para mongo modernos “Excuse-me”; no tengo nada contra el acusado, un tal G-KAHN, y más de una vez he acabado la noche haciendo el hostia por las pistas de ese garito –y ellas saben que volveré, sí- pero el tipet que ha redactado la invitación tiene una oblea eclesiástica importante.

Así que me remango, me quito el reloj y empiezan las hostias. Mis comentarios van entre paréntesis (y si a alguien le molesta ya sabe: Excuse-me).

Allá voy:

G-KAHN (deduzco una mezcla entre Gi-Joe y Gen Gis Khan) atesora como principales cualidades su infinito bagaje musical (pinchando temas ajenos y sin componer nada en su puta vida) y la elegancia que transmite desde la cabina (claro, pincha vestido de chaqué).

Estas características simbolizan su profundo interés por la investigación musical (es experto desde las trompetas de Jericó a nuestros días) y le permiten afrontar eclécticos sets que pueden progresar en diferentes direcciones sonoras. (O sea, que al final pincha lo que le sale de la polla).

Su calidad como artista es algo que ha estado intrínsecamente ligado a su persona desde sus comienzos (no, si de nano ya era muy buen chaval) despertando además, interés a los responsables de numerosos festivales y eventos a la hora de contar con sus servicios (con él van siempre los mejores dealers).

Esta capacidad camaleónica (¡coño! ¡Como Bowie!) que presenta como dj viene reforzada por su técnica a la hora de mezclar (farlopa con heroína, pastis con Nestea, porros con chuches, ajos puerros con cebollinos) lo que le convierte en un artista completo (a la altura de Da Vinci, Miguel Ángel o Ricardo Bofill Jr).

Tu hermana la mayor



Te vi por primera vez en un restaurante pijo de Cánovas, la zona rancia, cuadriculada y eminentemente bien de Valencia; pero resaltabas entre tanto gris, entre los polos de marca y las sonrisas de dentista. Morena, pequeña y proporcionada. Guapa y limpia.

Hace un par de días me encontré con tu hermana mayor en una fiesta de gente bien. Sabía que era tu hermana mayor porque además de ser una fotocopia espigada de ti, tenía la misma mirada de colegio de pago y la seguridad que desprenden las guapas que se saben guapas.

Me acerqué a ella con la idiota valentía que dota el alcohol a los débiles.

-Oye, perdona, ¿tú eres la hermana de...?
-Sí, y tú, ¿quién eres?

Me presenté. Tras ello, y con la imprudencia que mueven todos mis actos, entré a bocajarro.

-Me gusta tu hermana pequeña, me la tienes que presentar.

Tu hermana mayor me miró divertida y sonrió.

-¿No crees que vas un poco a saco?
-Forma parte de mi encanto.

Tu hermana soltó una risita educada.

-Ya...y tú...¿de qué trabajas?
-Eh...soy guionista, realizador, un poco de todo.
-¿Pero eres un friki que va por ahí haciendo cosas o tienes trabajo fijo?

Recordé como en menos de quince días comenzaba a cobrar el paro.

-No, no, tengo curro fijo. Contratado.
-Ah, vale.

Primera fase superada.

-Y ¿Cuánto ganas?

Me quedé parado. Dije mucho más de lo que pone en mi nómina.

-Vale...y...¿te drogas? Porque tienes pinta...
-No, que va. De vez en cuando algún porrete, pero nada más.
-¿Seguro?

Mentí.

-Seguro.
-Vale...y...¿tienes piso?
-Claro, por Juan LLorens. Es pequeñito y tal...
-¿Pero es tuyo o alquilado?
-Mío, mío.
-Ah...

Tu hermana mayor me lanzó una mirada de escáner a 300 píxeles por pulgada. Después de procesar los datos, algo interno le dio el "ok" y me sonrió.

-Vale. Pues, a lo mejor, te la presento.

Sácame de aquí (Cap. 1)



Estaba en el bar de siempre discutiendo alegremente con mis amigos cuando de golpe se abrió la puerta y entró el sol, sacudiéndome en la cara con la fuerza caliente del verano. Y estábamos en enero. Abrí los ojos con resignación mientras recordaba que mi cuerpo acababa de despertar a más de ocho mil kilómetros de casa, en otro planeta, en Madagascar.

Joselín entraba abriendo la puerta con llave. Desde hacía nueve noches me encerraba en aquel chamizo porque no funcionaba la cerradura por dentro. Él tenía que cerrar por fuera y yo me quedaba allí, en una especie de cárcel con la vana esperanza de no se pegara fuego mientras dormía.

Yo continuaba en la cama, despertándome. La mosquitera que protegía mi sueño contra la malaria estaba tirada en suelo, junto a mi maleta a medio hacer, a medio deshacer.

-Buenos días, Cesarín.
-Buenos…

Joselín acaba de entrar en mi cuarto con la energía infinita que movían todos sus actos. Mientras yo salía del sueño percibí que tenía uno de los palos que sujetaba la mosquitera en mi mano, roto.

-Hostia, me lo he cargado…perdona. Es que soy muy nerviosos y me muevo mucho durmiendo…
-No pasa nada, anda vístete que son las siete y tenemos que desayunar aún.
-Dame dos minutos, por favor.
-Vale.

Joselín salió de la casa y se puso hablar con la familia de nativos que vigilaba mi sueño. Mientras me ponía de pie recordé que tenía que comprobar que las baterías se habían cargado durante la noche. Podría haberse producido un corte de luz en las placas solares y encontrarme sin energía para la cámara de vídeo, pero habían funcionado.

Acabé de hacerme la mochila apretando todo a presión, usando los pies y las manos para hacer fuerza. Me puse el bañador, las zapatillas sin calcetines y sin camiseta me colgué la mochila a la espalda. Antes de salir de allí, como en las películas, miré aquel sitio por última vez; las paredes desconchadas, un catre de espuma sin sábanas y un ventilador de marca ignota. Y la mosquitera rota en sueños tirada por el suelo. Un sitio acogedor si eres Indiana Jones.

Cerré la puerta de la casa y pisé el exterior. El aire tenía una mezcla de poniente, olor a basura y de humanidad; el sol pegaba con la fuerza de Mike Tyson cabreado y tan sólo acababa de amanecer. Me acerqué a Joselín. Estaba sentado en una esterilla de cañas junto a la familia malgache encargada de rondarme por las noches. Saludé a los nativos como me habían enseñado.

-Salama.

El hombre de la familia, un chaval de apenas veinte años y padre de dos niños, me devolvió el saludo, rematándolo con “mesié”. Su mujer estaba en la puerta de su choza amamantando a uno de los críos mientras me sonreía con todos sus dientes sin decir nada.

-Bueno, vamos yéndonos, dijo Joselín.
-Beluda -me despedí yo.
La mujer del vigilante soltó una risita.
-No -dijo Joselín. Beluda no. Be-lu-ba.
-Vale, vale, Beluba.

Nos levantamos de la esterilla de cañas y Joselín se sentó en su quad de un salto, esperando pacientemente a que yo me sentara tras él con mi habilidad natural. Tras un par de intentonas, el motor reaccionó y comenzamos a circular por Tulear. Avanzábamos por huecos de tierra entre chozas de paja, pegando saltos entre piedras y socavones. Y también estaban las gallinas; “es el animal más tonto del mundo, fíjate que nos ve acercarnos y la tía se pone delante…”, eso decía Joselín mientras una gallina acababa bajo las ruedas.

Los nativos desde la puerta de sus chozas nos saludaban al pasar como en las películas de Berlanga lo hace la gente de pueblo; un saludo inocente y expectante. Había un nuevo basá –“blanco” según el idioma local- en la aldea. Además, los turistas iban al norte, no al sur dónde estaba yo; en Tulear, al sur de la cuarta isla más grande del mundo y atravesados por el Trópico de Cáncer. Allí no había lemures. Sólo tierra roja y chozas hechas de paja y cañas que la gente compraban honradamente por veinte euros, el suelo de varios meses de trabajo. Y altas palmeras que crecían por todos lados, como por una bella y verde maldición que llenaba el paisaje de troncos altos y esbeltos, coronados por grandes hojas verdes de crecimiento despreocupado. Como mi aspecto exterior. Había decidido no llevarme maquinilla de afeitar para esos días, y mi barba de Geyperman crecida ya de varios días me daba un aspecto más temible, ideal para aquel territorio ignoto; o eso pensaba yo.

Joselín aparcó el quad cerca del Cinema Tropic, sede de la ONG que presidía. Había despedirse de la gente y principalmente cargar varios sacos de arroz en el jeep para los niños de la Escuela de los Zafiros, cerca del pueblo dónde íbamos a hacer noche ese día: Ilakaka. Un lugar del que había leído algo antes de salir de viaje; una especie de pequeña aldea del far west pero en África nacida a la sombra del tráfico de zafiros. Un lugar por dónde las guías de viaje y la prudencia aconsejaban pasar de largo.
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