Sácame de aquí (Cap. 1)



Estaba en el bar de siempre discutiendo alegremente con mis amigos cuando de golpe se abrió la puerta y entró el sol, sacudiéndome en la cara con la fuerza caliente del verano. Y estábamos en enero. Abrí los ojos con resignación mientras recordaba que mi cuerpo acababa de despertar a más de ocho mil kilómetros de casa, en otro planeta, en Madagascar.

Joselín entraba abriendo la puerta con llave. Desde hacía nueve noches me encerraba en aquel chamizo porque no funcionaba la cerradura por dentro. Él tenía que cerrar por fuera y yo me quedaba allí, en una especie de cárcel con la vana esperanza de no se pegara fuego mientras dormía.

Yo continuaba en la cama, despertándome. La mosquitera que protegía mi sueño contra la malaria estaba tirada en suelo, junto a mi maleta a medio hacer, a medio deshacer.

-Buenos días, Cesarín.
-Buenos…

Joselín acaba de entrar en mi cuarto con la energía infinita que movían todos sus actos. Mientras yo salía del sueño percibí que tenía uno de los palos que sujetaba la mosquitera en mi mano, roto.

-Hostia, me lo he cargado…perdona. Es que soy muy nerviosos y me muevo mucho durmiendo…
-No pasa nada, anda vístete que son las siete y tenemos que desayunar aún.
-Dame dos minutos, por favor.
-Vale.

Joselín salió de la casa y se puso hablar con la familia de nativos que vigilaba mi sueño. Mientras me ponía de pie recordé que tenía que comprobar que las baterías se habían cargado durante la noche. Podría haberse producido un corte de luz en las placas solares y encontrarme sin energía para la cámara de vídeo, pero habían funcionado.

Acabé de hacerme la mochila apretando todo a presión, usando los pies y las manos para hacer fuerza. Me puse el bañador, las zapatillas sin calcetines y sin camiseta me colgué la mochila a la espalda. Antes de salir de allí, como en las películas, miré aquel sitio por última vez; las paredes desconchadas, un catre de espuma sin sábanas y un ventilador de marca ignota. Y la mosquitera rota en sueños tirada por el suelo. Un sitio acogedor si eres Indiana Jones.

Cerré la puerta de la casa y pisé el exterior. El aire tenía una mezcla de poniente, olor a basura y de humanidad; el sol pegaba con la fuerza de Mike Tyson cabreado y tan sólo acababa de amanecer. Me acerqué a Joselín. Estaba sentado en una esterilla de cañas junto a la familia malgache encargada de rondarme por las noches. Saludé a los nativos como me habían enseñado.

-Salama.

El hombre de la familia, un chaval de apenas veinte años y padre de dos niños, me devolvió el saludo, rematándolo con “mesié”. Su mujer estaba en la puerta de su choza amamantando a uno de los críos mientras me sonreía con todos sus dientes sin decir nada.

-Bueno, vamos yéndonos, dijo Joselín.
-Beluda -me despedí yo.
La mujer del vigilante soltó una risita.
-No -dijo Joselín. Beluda no. Be-lu-ba.
-Vale, vale, Beluba.

Nos levantamos de la esterilla de cañas y Joselín se sentó en su quad de un salto, esperando pacientemente a que yo me sentara tras él con mi habilidad natural. Tras un par de intentonas, el motor reaccionó y comenzamos a circular por Tulear. Avanzábamos por huecos de tierra entre chozas de paja, pegando saltos entre piedras y socavones. Y también estaban las gallinas; “es el animal más tonto del mundo, fíjate que nos ve acercarnos y la tía se pone delante…”, eso decía Joselín mientras una gallina acababa bajo las ruedas.

Los nativos desde la puerta de sus chozas nos saludaban al pasar como en las películas de Berlanga lo hace la gente de pueblo; un saludo inocente y expectante. Había un nuevo basá –“blanco” según el idioma local- en la aldea. Además, los turistas iban al norte, no al sur dónde estaba yo; en Tulear, al sur de la cuarta isla más grande del mundo y atravesados por el Trópico de Cáncer. Allí no había lemures. Sólo tierra roja y chozas hechas de paja y cañas que la gente compraban honradamente por veinte euros, el suelo de varios meses de trabajo. Y altas palmeras que crecían por todos lados, como por una bella y verde maldición que llenaba el paisaje de troncos altos y esbeltos, coronados por grandes hojas verdes de crecimiento despreocupado. Como mi aspecto exterior. Había decidido no llevarme maquinilla de afeitar para esos días, y mi barba de Geyperman crecida ya de varios días me daba un aspecto más temible, ideal para aquel territorio ignoto; o eso pensaba yo.

Joselín aparcó el quad cerca del Cinema Tropic, sede de la ONG que presidía. Había despedirse de la gente y principalmente cargar varios sacos de arroz en el jeep para los niños de la Escuela de los Zafiros, cerca del pueblo dónde íbamos a hacer noche ese día: Ilakaka. Un lugar del que había leído algo antes de salir de viaje; una especie de pequeña aldea del far west pero en África nacida a la sombra del tráfico de zafiros. Un lugar por dónde las guías de viaje y la prudencia aconsejaban pasar de largo.
Related Posts with Thumbnails